miércoles, 28 de febrero de 2018

Presentación


Nací en Baeza 1933 y es aquí donde transcurre mi primera infancia, y donde tengo por primera vez conciencia de una familia unida, en una casa solariega donde convivía con mis padres, hermanos y abuelos, un poco después...Sevilla y Los Escolapios
  
Por muchos años que viviera no olvidaría la belleza de aquellos años de mi infancia en Los Escolapios; ¡qué años!... el colegio, los PP. Escolapios y Ponce de León me enseñaron a ser más persona, a creer más allá del simple paso de los años.
Allí aprendí a amar, a perdonar, a tener compañeros, a rezar, a tener una familia, a ser amigos de todos y a estudiar. Recuerdo también con mucho cariño a mi tío R.P. Ricardo Trallero, a toda la comunidad de aquellos años, a profesores, a alumnos compañeros y amigos de mi edad feliz.

Todo este feliz recuerdo no hubiese sido posible sin aquellos muros de aquel noble colegio sevillano antes Palacio de los Osuna, sus patios, sus salones, sus aulas, su iglesia hoy Iglesia de Los Terceros, su escalera imperial y sus altas verjas, con sus rosas y jazmines.
Todos estos recuerdos de aquella Sevilla de ayer solo existen en los hombres que la vivieron. Atrás quedaría Ponce de León, Sol, Matahacas y Escuelas Pías con su colegio hispalense derribado y enterrado para siempre.

Atrás quedó el patio de las columnas, los dormitorios de los internos y su disciplina, sin olvidar aquellas damas de noche que perfumaban y dejaron en el aire su aroma eterno para los que fuimos alumnos.

Ahora cuando se cumplen 70 años que dejé de ser alumno de este colegio escolapio (no fue la voluntad de mis padres ni la mía dejar el colegio sino circunstancias de la vida la que obligaron a ello), es mi humilde intención recordar en este blog todos estos entrañables recuerdos que a mis 84 años me van viniendo a la memoria. Aún conservo fotos, revistas, documentos antiguos y amarillentos que no quiero perder y así disfrutar y recordar aquellos felices años en el colegio.


De Baeza a Sevilla


         Ya instalados en Sevilla en la huerta llamada “Huerta de las tres puertas”, una finca enorme que contaba con un gran caserío, unos arcos altísimos a la entrada, y numerosas habitaciones. Tenía también, junto a la casa, unas cuadras para animales, alberca y tierras para sembrar, un gran pozo, y otras dependencias más pequeñas adjuntas al caserío. En esta finca llegamos a tener una de las mejores vaquerías que en aquellos tiempos existían en Sevilla. Se encontraba situada la huerta, más o menos, en lo que es hoy la estación de Santa Justa. El acceso a la citada huerta era por calle oriente, hoy Luis Montoto y calle Muñoz Seca. Pues bien, fue aquí donde transcurrieron mis primeros años vividos en Sevilla.
         Cuando lo recuerdo, empiezo a vislumbrar como todo aquello queda tan lejano, pero lleno de ilusión. Ahora me doy cuenta que ni yo ni mis hermanos teníamos caprichos porque era imposible tenerlos. Descubrí también que en mi familia, sin que me de vergüenza decirlo, existía la presencia normal de Dios, y no porque se hablara de sufrimiento, de misterio, de amor o de dolor, sino porque en el silencio descubríamos siempre la luz, pues detrás del silencio está el amor, que era una de las cosas que gozamos mientras íbamos creciendo.
         Ya con nueve años me iba acostumbrando a vivir en la ciudad, mis hermanos y yo íbamos descubriendo los rótulos de las calles, el ambiente de nuestro entorno, y junto con amigos nos adaptamos a una nueva vida, sin olvidar que íbamos creciendo en un ambiente campesino y ganadero.
         En estos primeros años ayudaba a mi padre, y el trabajo consistía en lo siguiente: había que salir diariamente dos veces a repartir la leche, pues la gran vaquería que poseíamos exigía tener una gran clientela donde entregar la producción de leche. Tal demanda se encontraba en el centro de Sevilla y algunos barrios, especialmente hoteles, bares y confiterías. Recuerdo el Hotel Madrid, hoy El Corte Inglés de la Magdalena; Hotel Italia, ya desaparecido. Para estos menesteres contábamos con un carro tirado por un caballo que por norma siempre iba al trote, haciendo sonar los tres o cuatro cascabeles que le quedaban colgados en la collera. Mi misión no era otra que permanecer de guarda de todas las cántaras y botellas que quedaban en el carro hasta que mi padre volvía de haber entregado a cada cliente su correspondiente cantidad de leche. Me conocía Sevilla como podía conocerla un taxista, y por tanto, sus calles, sus plazas, sus edificios y sus puentes, por ejemplo, el puente de la calle Oriente, hoy desaparecido, como tantos otros. No olvido que en la calle José Antonio, hoy la avenida de la Constitución, entregábamos diariamente leche en la confitería Filella, pues quien entregaba a este cliente su pedido era yo, y no por casualidad, sino porque este buen hombre me obsequiaba siempre con uno o dos dulces, que en aquellos años, se agradecía.
         Existe en mi memoria aquellos lejanos años de la cartilla de racionamiento, la fiscalía de tasas, y la estridencia del gasógeno, o aquella Semana Santa de antaño, en la que al llegar el Domingo de Ramos, quedaba prohibida toda clase de espectáculos; y en las iglesias todas las Imágenes se cubrían con mantos o velos morados, quedando totalmente tapados en los días de Semana Santa. Al llegar el Sábado de Gloria, los carteles volvían a anunciar la presentación de una estrella de la canción o el estreno de nuevas películas en el cine. Lo cierto es que, durante la Semana Santa, se cerraban todos los locales llamados de diversión, nadie se acordaba de ellos, desde la salida de la Borriquita hasta la entrada de la Soledad de San Lorenzo, sentíamos devoción y respeto hacia las imágenes, e intentábamos vivir y sentir la liturgia de estos días con el mayor recogimiento. Nos gustaba, también, escuchar la voz transparente de Rocío Vega, “la niña de la Alfalfa”, o en otro balcón, la saeta de Manolo Vallejo y de tantos otros. Esta Semana Santa de ahora no es, ni mucho menos, como aquella de antaño.

Reparto de leche confitería Filella


Los Escolapios


En aquellos años, nos visitaba con frecuencia mi tío Ricardo, padre Escolapio. Él había sido trasladado del colegio de Granada al colegio de Sevilla en 1941, y cada vez que venía a casa se suscita el mismo tema: mi hermano y yo teníamos una edad en la que no podíamos permanecer más tiempo sin estar escolarizados. Y se tomó la decisión; mi hermano y yo ingresamos en el colegio de los Escolapios, uno de los más prestigiosos de la ciudad.
Al escribir estas líneas recuerdo las vivencias más hermosas de mi vida; tal vez sea más lo callado que lo que pueda escribir o añadir a esta, mi historia, en el colegio. Pero como antiguo alumno me siento obligado a comentar lo que conozco de la historia de los Escolapios de Sevilla. Este gran colegio Calasancio Hispalense, actualmente ubicado en Montequinto, estuvo situado durante ochenta y siete años en la plaza de Ponce de León. Su fecha de fundación fue el 8 de enero de 1888, aunque ya hubiera clases desde el mes de noviembre anterior. El padre Francisco Cleh Margall fue su fundador.
En los doce años del siglo XIX, pasaron por el colegio setenta escolapios camino de aquellas fundaciones americanas. En 1887, los Escolapios adquirieron el entonces Palacio de Justicia de Sevilla, en la plaza de Ponce de León. Se traspasaba del palacio de los Duques de Osuna, vendido por ellos a la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda, y por ella a Saturnino Fernández de la Peña, quien lo arrendó a la Audiencia. En este edificio, como hemos dicho, radicó el colegio durante ochenta y siete años. En 1973 se trasladó al nuevo emplazamiento del barrio de Montequinto.
Fue este un colegio de decencia y de misterio. Los padres Escolapios gozaban del cielo que se veía por sus rejas, y tenían la parsimonia de los que saben que la infancia es una primavera que se repite como los brotes y las flores nuevas de sus jardines, y las macetas que decoraban sus ventanas. Hoy, en 1998, cuando esto escribo y recuerdo, su historia, y al cumplirse más de un siglo de su fundación, pienso cuántos alumnos y alumnas se habrán acercado y siguen acercándose a sus aulas a recibir la educación, la piedad, la fe y el amor que los Escolapios saben repartir, pues son los Escolapios de siempre, y siempre es también mañana.
Fueron alumnos distinguidos algunos de los que pasaron por sus aulas, como Luis Cernuda, Cardenal Segura, Laffón, Blas Infante, Gargancho, Cansinos Assens, Bueno Monreal, Antonio Ordoñez y tantos, y tantos alumnos que un día, parte de su vida estuvo ligada a aquella comunidad.
         El año que yo dejé el colegio contaba con 1429 alumnos entre bachillerato, primaria, gratuitos e internos; había entonces 24 profesores y 25 padres Escolapios.
         Mi historia y mi estancia en el colegio revive con nombres y anécdotas soledades, sueños, suspensos y enseñanzas; pero hoy, después de haber transcurrido tantos años, siento dentro de mí una enorme alegría. No fue solo la educación y la formación lo que me inculcaron en este colegio, sino una herencia que siempre posees y disfrutas porque no puedes venderlo a nadie, pero sí puedes transmitirla sin que te des cuenta. Esa herencia consiste en estar convencido de que eres hijo de Dios y que Dios te ama, y uno tiene que amar con todas las consecuencias y todo lo demás; la defensa de la verdad, la honradez, el testimonio, la disciplina, la libertad, el respeto… serán medios que te ayudarán a amar a todos.
         Otro de los sueños, o mejor dicho, otro de mis deseos que descubrí en el colegio, fue el haber vestido la sotana calasancia. Llegué a sentir el germen de la vocación y ansiaba haber ingresado en el noviciado del mismo colegio. No olvidaré nunca aquella comunidad de padres Escolapios, empezando por mi tío Ricardo. Yo podría ahora nombrar a todos y cada uno de ellos por sus nombres, de los que aprendí consejos que quedaron marcados para siempre. En mi recuerdo queda la devoción y el cariño a la virgen de las Escuelas Pías y a San José de Calasanz.
         Cómo olvidar aquel palacio de Osuna, sede del colegio desde el siglo XIX; aquella escalera imperial, paso obligado para los internos; la entrada principal del colegio; las galerías altas del patio del Sagrado Corazón; el colorido de los geranios en las macetas trianeras; el perfume de la dama de noche; los patios blancos de cal, que te cegaban cuando los atravesabas a mediodía; aquellas verjas que se alzaban altivas y gloriosas; las rosas y jazmines trepaban como locas por el patio de la Virgen; las aulas se llenaban de las tablas cantadas y de las risas que se cruzaban cuando marchábamos en fila. Los viejos óleos de los salones; las fotos de las orlas; las antiguas cerámicas de las galerías; las imágenes; los muebles de Osuna; aparatos de física, pupitres, publicaciones; macetones antiguos y la iglesia, con acceso al colegio; hoy iglesia de los Terceros.
         Me gustaría, para terminar, señalar que en la historia de este colegio calasancio, se daba enseñanza gratuita a más de 500 alumnos de primera y segunda enseñanza. Esta es la imagen que me queda de aquellos años que disfruté siendo alumno de este colegio de padres Escolapios de Sevilla.
Vacaciones 1947. Campos de Baeza. El tio Ricardo, mi hermano y yo


Nací en Baeza 1933 y es aquí donde transcurre mi primera infancia, y donde tengo por primera vez conciencia de una familia unida, en una c...